miércoles, 7 de julio de 2010

Show must go on.

Primero lenta y tímidamente se oye el suave eco de los violines, poco o a poco, muy poco a poco las flautas y los clarinetes acarician el aire inúndaándolo de bemoles. Más tarde, la percusión.
Y cuando toda la orquesta ha entrado en escena y se ha producido la culminación y la explosión del sonido, se abre el telón.
Desentonando con la explosión de vitalidad, aparece una niña pequeña, o al menos eso desvela su inocencia contenida, con los ojos cerrados, fuertemente aferrada a su oso de peluche color caoba, cómo si se le fuera la vida en ello.
La niña pequeña abre los ojos y se encuentra con la realidad. Su expresión desencajada contrasta con la energía palpable en el aire a la que ella es inmune.
Intenta gritar, pero sus cuerdas vocales están rotas. Intenta llorar, pero sus lágrimas están desafinadas. Intenta patalear, se cruza de brazos y afirma que no respirará. Ni siquiera llega a mudar el color de su piel cuando se da cuenta de que así ya no conseguirá lo que quiere.
De repente, se da cuenta de que Peter Pan sólo era de prestado y ha salido por la puerta de atrás, para no volver Nunca Jamás.
Y se da cuenta de que crecer no es sólo tomar los espaguetis sin mancharse, se da cuenta de que ha crecido, y todo lo que antes no existía ahora aparece para quedarse. Para confundirla y aturdirla. Se da cuenta de que la sencillez es cosa del pasado y ahora sólo le queda un futuro que a simple vista es confuso, complicado. Amenazante y desconocido.
Y después de que la angustia le resquebraje el pecho, sólo consigue derrumbarse y caer. Tropezar y caer. Despertar de aquel sueño que duro más primaveras de las previstas y caer. Y caer y caer.

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Las palabras se tornan superfluas.