miércoles, 31 de marzo de 2010

Él.

Llegó un día cualquiera de otoño, sólo él y yo sabemos el día exacto, desde ese fatídico día comía chocolate mientras miraba la luna a medianoche, solía quedarse contando estrellitas mientras escuchaba como cantaban los grillos, me quedaba allí hasta que amanecía y divisaba la aurora . Fantaseaba con surcar el leve pestañeo de la gente y aterrizar sobre sus pupilas.
Pensánsolo mejor, no, realmente no, sólo fantaseaba con sus ojos. Sus profundos ojos fijos.
Me tiraba las tardes pegada a algún libro de poetas austeros. Encendía el i-pod a las seis de la mañana y lo ponía en aleatorio, escuchando exclusivamente las canciones de amor en inglés (no era ninguna maravilla en inglés, así que me inventaba las letras, así como su traducción) eso sí, no dejándolas acabar jamás, ansiosa por fantasear con el estribillo de la siguiente canción.
Adoraba cantar hacia las nubes con mi guitarra de cartón y un vaso de zumo de melocotón.


Bueno, fue bonito mientras duró...o al menos asi lo recuerdo.
Pero un fía fallé, las cosas se nublaron. ¿Sabes cuando el vapor de la boca se pega al cristal? ¿O cuando hay humedad y los cristales de las gafas te impiden ver? Así, sí, justo así. Ah bueno, quizás también como cuando vas en coche un día de invierno, con lluvia en las ventanas y no ves más allá de dos metros, pero por la niebla.
Y... ¿Porqué? No sé por qué, no sé por qué se nos nubló el tiempo y la piel.
Cada vez que recuerdo su mirada se me pone la piel de gallina.
( Cuando se me pone la piel de gallina me acurruco junto a las sábanas y converso con cada poro asustado de mi piel. Me gusta ver como se van calmando y desapareciendo ).


Después de eso, no pude volver a mirarlo a la cara sin que se apoderara de mi él FRÍO. Pero no era frío primaveral, no. Era frío que te congelaba, de ese que te quema y te deja herida. Porque hacía estremecerte y te dejaba sin aliento. Él seguía teniendo una capacidad para engatusar y sus ojos lograban adueñarse de ti. Hipnotizaba tu existencia y recogía tus huellas para descalzarse a medianoche y poder recorrerlas.
Su voz era algo así como oír los susurros del viento. Sabía que me encantaba escucharle hablar.
Y así seguí, enredada en este mar de infinitas miradas y vaivenes, como si fuésemos un carrusel y él siempre se sentaras en el caballito de enfrente y yo me tuviera que montar siempre en el de atrás. Ellos corren pero nunca llegan ni a rozarse.




Hay veces que no hace falta que alguien te diga “adiós” para saber que no está viva. Me gusta pensar en que habría sucedido aunque sé que no tiene sentido.
Dicen que el ser humano es muy complejo y que nunca conocemos a una persona totalmente. Yo no estoy de acuerdo, no del todo. Hay muy poca gente compleja, hay muy poca que te haga pensar o que te parezca imposible de conocer. La mayoría sólo necesitas un mínimo de conversación y puedes leer su vida como si de un libro se tratase. A veces ni si quiera necesitas hablar para saber su vida. Pero lo que realmente me fascina en esta vida es esa gente que por mucho que hables con ella o por mucho que creas conocerla siempre te sorprende, descubres algo nuevo cada momento que pasas con esa persona. Y me intriga. Y me gusta la intriga. Porque los secretos guardados son los mejores.


Tenía un enigma que me costaba descifrar y aún hoy en día no soy capaz de entender cómo pudo llegar, enamorarme y desaparecer.

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Las palabras se tornan superfluas.